Carmelo Urso
Twitter: @carmelourso
¿Qué es el tarot? La pregunta parece sencilla; la respuesta –en cambio– admite múltiples explicaciones, dependiendo de quien argumente o impugne. Hay quien lo tiene por fetiche de culto, objeto sagrado; hay quien lo condena por instigar el fraude y la superstición. Entre ambos extremos, el tarot tiene muchas cosas que decir para aquel que quiera aprender y escuchar.
Antes que nada se trata de un mazo de cartas. Esto se olvida con frecuencia. De China a Grecia, de África a Escandinavia, los naipes son una herencia con al menos tres milenios de antigüedad. Constituyen, sin duda, el principal juego de mesa de todas las épocas. Han tenido, además, los más diversos usos: divertir a las concubinas de los harenes hindúes, enseñar las virtudes teologales a los niños de la Edad Media, recrear –con artes de envite y azar– tanto a la nobleza como al pueblo y hasta fungir como amuletos mágicos.
Algunos investigadores sostienen que, incluso, fueron utilizados alguna vez como papel moneda. Han sido alternadamente prohibidos y rehabilitados, siguiendo el capricho de gobernantes y teólogos de las más variopintas condiciones. En todo caso, como mazo de naipes, el primer propósito del tarot es entretener a quien lo usa. Se trata de un juego sagrado –pero juego al fin.
El tarot, con sus coloridas situaciones e impredecibles personajes, inspira solaz y recreo. Es juego transcendente –o transpersonal, como sugiere la psicología jungiana– hecho de perspicacia y clarividencia. Un divertimento en el que lector y consultante –a través de secuencias y mandalas– cosechan desde de su intuición esas certeras visiones que la simple razón no concede.
Cuando jugamos con el tarot –cuando con franca confianza dialogamos con él– comenzamos a percibir en él otras cualidades. Una de ellas es la de contener un vasto sistema de símbolos que entrañan enseñanzas universales. Y cada símbolo es, ante todo, una imagen.
Según el filósofo hindú Ananda Coomataswanry el simbolismo es “el arte de pensar en imágenes”. Así, el lenguaje del tarot está hecho de imágenes que suscitan en nosotros intuitivas revelaciones. Tales íconos no son fortuitos: se sostienen en una sabiduría ancestral que ha tomado forma en el inconsciente colectivo de la humanidad durante miles de años.
Todos los símbolos son imágenes, pero no toda imagen se transforma en símbolo. ¿Qué convierte a una imagen determinada en símbolo? Un símbolo sintetiza una verdad trascendente (de orden cósmico o metafísico) y de modo elegante la conecta con nuestro mundo personal, esa íntima esfera hecha de emociones, pensamientos y creencias. Un símbolo es capaz de ligar el macrocosmos de todo lo creado con ese singular microcosmos que es cada uno de nosotros. Tal síntesis de planos de realidad se resume en las sentencias herméticas “como es arriba es abajo” y “como es adentro es afuera”.
De tal modo, la balanza que usaban los mercaderes de siglos pasados remite hoy a las nociones de justicia terrenal y justicia kármica. La blancura de la paloma –ave que algunos consideran una plaga urbana y hasta un riesgo para la salud– es capaz de simbolizar la paz, la pureza espiritual y al mismísimo Dios en la persona del Espíritu Santo. Un objeto como la espada inspira significaciones tan diferentes como el dolor, el poder, la muerte y el sabio discernimiento intelectual. La esvástica –que tras la tragedia del nazismo es vivo recuerdo del horror y el genocidio– era para los hindúes un ícono de buena suerte que representaba la armonía de los cuatro elementos de la Naturaleza.
Esta es una característica inherente al símbolo: su apertura a las interpretaciones más diversas; sus metamorfosis de época en época, de sociedad en sociedad. Un símbolo nunca es estático; jamás se encierra en sí mismo, sino que interactúa libremente con nuestra subjetividad, desplegando con la fuerza de un rayo toda su riqueza significante. De ese intercambio entre el observador y lo observado –que en un instante de revelación se hacen uno– nacen ideas, intuiciones, poemas, profecías y hasta certezas científicas. Una fruta que desde lo alto cae sobre la cabeza suele ser un molesto incidente: para Newton, en cambio, fue la certidumbre de la gravedad. Una vela encendida es grata compañía nocturna: Einstein fue más allá y dedujo que la luz era onda y partícula tras contemplar largo rato la llama de un cirio. Nostradamus observaba con calmada atención el agua contenida en un recipiente y ésta le retribuía con turbulentas visiones de los siglos por venir.
El tarot es un gran acervo de símbolos, reunidos y refinados de generación en generación por una amplia gama de culturas. Abundan en él símbolos cristianos, cabalísticos, paganos, numerológicos, astrológicos, arquitectónicos o cromáticos: quien los estudia integralmente se apropia de ellos tanto en su dimensión intelectual y estética como en la emotiva y espiritual; no se limita a rumiar los significados de los manuales adivinatorios, sino que explora cada símbolo en todos sus aspectos: los piensa, los siente, los intuye, los visualiza, los dibuja, los ama. Y al discernirlos amorosamente en sus diversas facetas, el estudiante del tarot se convierte en maestro de sí mismo.
El tarot –al igual que los sueños, la inspiración artística, las visiones proféticas y los centellazos de intuición– habla en imágenes que se abren paso desde nuestro inconsciente para revelarnos verdades que de otra manera nos estarían vedadas. El tarot nos enseña a contemplar el Universo como un espacio simbólico –y la serena contemplación de cada símbolo hace fluir caudales de vislumbres. Es milenario heraldo de lo divino, dinámico instrumento de comunicación que vuelve tangibles los sagrados senderos de lo intangible.