Carmelo Urso
twitter: @carmelourso
Una clásica pregunta del curioso de la literatura es la diferencia entre fábula y parábola. Apasionado por ambas expresiones de la ficción breve, redacto el siguiente artículo no como experto que tiene la última palabra en la materia, sino como estudiante que quisiera responderse a sí mismo tan amena interrogante.
Etimológicamente, resulta claro el origen oral de ambos géneros. En las lenguas latinas, el verbo que describe a la expresión hablada tomó –a lo largo de los siglos– dos cursos bien diferenciados: uno, en la península ibérica, en donde cobraron forma los verbos hablar (español) y falar (portugués y gallego); otro, en la península itálica y la nación gala, donde prosperaron los verbos parlare y parler, respectivamente.
Hablar y falar provienen del latín fabulare (conversar), que a su vez deriva de fabula (conversación, relato); de hecho, en castellano medieval, dicho verbo se pronunciaba fablar. Por su parte, parlare y parler proceden del latín parabolare (contar historias). El sustantivo parlamento comparte el mismo origen y, tristemente, designa a un lugar donde el ardor de la habladuría pérfida y el fuego de la murmuración insidiosa hacen que se cuezan muchos cuentos –a veces edificantes, no pocas veces atroces.
Así, fábulas y parábolas intentan reproducir la sencillez ancestral de la madre, del maestro, del juglar o de la nana que en la seguridad del hogar, en el aula de clase, al calor de una fogata o justo antes de dormir nos contaban una historia. El propósito de tales relatos varía: en ocasiones, encubren (o descubren) una verdad profunda; en otras, nos hacen reflexionar sobre aspectos prácticos de la vida; es raro que nos dejen indiferentes y casi siempre aleccionan, consuelan, intrigan, asustan o divierten.
Otras similitudes emparentan a fábulas y parábolas: el lenguaje llano, despojado, casi espontáneo, exento de excesos retóricos; la eficaz brevedad de su extensión, que en pocos párrafos resuelve argumentos felices o falaces, fáciles o difíciles; el ágil ritmo narrativo que descarta la abundancia de detalles y la menudencia inútil; la escasa cantidad de personajes que pueblan estas
historias –historias que pueden ser tan antiguas como el mundo y tan valiosas como el intangible oro de la sabiduría.
Las diferencias son menos obvias. Suele decirse que las fábulas son protagonizadas por animales humanizados y las parábolas por personas –aunque no se puede hacer de esto una regla ya que existen fábulas famosas como El joven pastor anunciando al lobo y El labrador y sus hijos en las que los personajes son humanos y parábolas bíblicas como la de los lirios o la de las aves cuyos sujetos no son personas.
En cambio, hay una regla que indefectiblemente caracteriza a la fábula: la presencia de un mensaje final o moraleja que transmite una enseñanza. Este texto está separado del cuerpo narrativo de la fábula y suele tener forma de lema, refrán o reflexión. Transcribimos, a modo de ejemplo, El caballo y el asno, cuyo autor –el griego Esopo (570-526 a.C.)– suele ser considerado el máximo exponente del género:
Un hombre tenía un caballo y un asno. Un día que ambos iban camino a la ciudad, el asno, sintiéndose cansado, le dijo al caballo:
–Toma una parte de mi carga si te interesa mi vida.
El caballo haciéndose el sordo no dijo nada y el asno cayó víctima de la fatiga, y murió allí mismo. Entonces el dueño echó toda la carga encima del caballo, incluso la piel del asno. Y el caballo, suspirando dijo:
–¡Qué mala suerte tengo! ¡Por no haber querido cargar con un ligero fardo ahora tengo que cargar con todo, y hasta con la piel del asno encima!
Cada vez que no tiendes tu mano para ayudar a tu prójimo que honestamente te lo pide, sin que lo notes en ese momento, en realidad te estás perjudicando a ti mismo.
En la fábula el final es siempre cerrado –rematado por la implacable moraleja. No deja lugar a dudas o a interpretaciones posteriores. A la vez que fina pieza literaria, constituye una incontrovertible lección de carácter ético o moral. Éste es quizá el principal rasgo que le diferencia de la parábola, donde el final es abierto y sujeto a postreras elucidaciones.
Recordemos la famosa Parábola del Hijo Pródigo, atribuida a Jesús de Nazareth (Evangelio de San Lucas, capítulo 15, versículos 11 al 33):
11Un hombre tenía dos hijos;
12 y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.
13 No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.
14 Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle.
15 Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos.
16 Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.
17 Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!
18 Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.
19 Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.
20 Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.
21 Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.
22 Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies.
23 Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta;
24 porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.
25 Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas;
26 y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
27 Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.
28 Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase.
29 Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos.
30 Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.
31 Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas.
32 Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.
La indignación del primogénito es muy humana y, desde Caín y Abel, la envidia entre hermanos ha sido caldo de innumerables historias que se resuelven por amor o por venganza. La ley mosaica le da la razón al primogénito, pues el benjamín ya recibió su porción de herencia. Pero la actitud del padre misericordioso no puede ser entendida en términos de esta lógica materialista. El corazón del primogénito está gobernado por la dura ley del talión y su obediencia al padre oculta un soterrado rencor, la más celosa soberbia. La parábola, en cambio, nos invita a ir más allá de la despiadada ley del ojo por ojo y el diente por diente. El amor verdadero es incondicional y su perdón lo supera todo. El padre, en esta historia, obra a imagen y semejanza de Dios, de ese Dios que para Jesús de Nazareth era sinónimo absoluto de amor. Y a los ojos del amor absoluto, la letra de la justicia humana no es sino una enmascarada forma de vendetta, perecedera tinta que el tiempo corroe y borra. Pues entre el perdón y la venganza, el Dios que es amor siempre escogerá al perdón.
En la parábola no hay moraleja que tutele nuestro entendimiento. La parábola nos confronta con nuestro propio sistema de creencias y nos incita a trascenderlo. Estas historias, al igual que los koan budistas, no pueden ser comprendidas desde la perspectiva meramente racional, sino que tienen que ser leídas con el alma abierta y el corazón en la mano.